- Le hemos subido la aspirinita, cambiado la de la tensión y puesto una para el colesterol, que estaba un poco alto...
Encarnación observa la perilla del joven médico mientras éste le explica su nuevo tratamiento. Qué bien afeitadito, piensa. Si no tuviera esa barba de chivo, parecería mi nieto. Qué digo mi nieto, ¡mi bisnieto! Si es sólo un chiquillo... Ve entrar a una enfermera.
- Manu... digo, Doctor García, los familiares del 16-2 preguntan si va a pasar a verlo antes de que lo bajen al TAC.
Manuel, vuelve a pensar Encarnación, como mi Manolo. Mi Manolito. En poco se diferencia esta habitación de aquélla en la que se despidieron, 15 años atrás. Y, mirándolo bien, en poco se diferencian también ese médico jovencito y su Manolo: los dos altos, desgarbados, tono de voz serio y grave, pero con una sonrisa permanente en los ojos...
- Encarnación, ¿me está escuchando?
- Encarnita.
- ¿Perdone?
- Que me llame Encarnita, Encarnación me hace vieja.
- Bien... Encarnita, le decía que va a tener que cambiar usted un poco sus hábitos, su manera de vivir.
Vivir... Encarnita ya no recuerda qué era vivir. Últimamente ha perdido la noción del tiempo: demasiadas horas de hospital, demasiadas habitaciones blancas, demasiadas pruebas, demasiados purés insípidos. Después del último ingreso, hace desgraciadamente poco tiempo, le entraron ganas de volver al pueblo. Ese pueblo blanco, con esas callejuelas estrechas y empinadas que con tanta facilidad subía cuando mocita. Tenía ganas de volver a corretear por aquellas calles e ir en busca de su Manolo a la panadería. Tantas ganas tenía, que creía estar ahí, esperándolo en la puerta, con el olor del pan recién hecho, qué olor... Cuando de repente, sin darse apenas cuenta, ¡pum! Un golpe, oscuridad, luego luces, pitidos, más luces, voces. Una niña, que resultó ser doctora, le hacía preguntas. Encarnita no sabía qué pasaba... ¿que dónde estoy? Esperando a Manolito, dónde va a ser... Ay, no, Encarna, que ya estamos aquí de nuevo... En el hospital, hija, el hospital. A mediados de Junio, si la cabeza no me engaña. ¿Estos? Mi hija, mi yerno y su niña la menor, la que estudia para ATS. La doctorcita le sonríe amablemente, le escucha el pecho, le toca la barriga y dice nosequé de unas pruebas. Varias horas después -o días, quién sabe- Encarnita está de nuevo en aquella planta, entre esas paredes, como si de una triste burla se tratara.
Vivir... últimamente mi vida no son más que días sueltos entre ingreso e ingreso. En el penúltimo vinieron dos nuevos doctores a verla, jovencitos los dos (pero, ¿qué pasa en este hospital? ¡si son todos unos niños!), y le hicieron nuevas preguntas: cómo estaba de ánimo, cómo pasaba el día, si se apañaba bien sola... Bien, bien, me apaño... Qué jovencito eres, te das un aire a mi hermano Carmelo, que en paz descanse... Ay, mi Carmelo, qué prontito se lo llevó el Señor... Mientras los nuevos doctores (de los nervios, dicen que son médicos de los nervios) siguen haciéndole preguntas, a Encarnita se le escapa una lágrima tonta. Mi Carmelo... El más bajito de los dos, el que tanto se parece a su Carmelo, le pasa un pañuelo: ¿Le pasa mucho? ¿El qué, hijo? Lo de llorar. No... sí, no sé... por las noches, un ratito, o cuando me acuerdo de los que ya se fueron con el Señor... Ángeles, su nuera, que ese día le acompaña, comenta a los doctores que la ve apagada, sin ganas de ná, que no come... ¿Cómo quieren que coma, si me paso el día aquí metida, si na más que me ponen engrudo soso de este? Los médicos asienten, hacen un par de preguntas más y se despiden de ella, diciéndole que le pondrán algo para que se encuentre mejor, descanse y le entre apetito.
Vivir... Encarnita ha perdido las ganas de vivir. Mira a su alrededor mientras el doctor de la barba de chivo continúa con la retahíla del tratamiento. Hoy tendrá nueva compañera de habitación. La anterior, Rosario, se fue de alta ayer, dándole muchos besos y haciéndole prometer que se pasaría por su casa de la playa. Qué guapa y qué cambiada estaba sin ese camisón blancurrio... Ella le dijo que sí, que se pasaría, que venga, pesada, que te van a dejar aquí tus nietos, que le has cogío cariño al hospital. Pero no tenía ganas. Cuando saliera del hospital, si es que salía, pensaba en volver al pueblo, a la cuesta de la panadería, aunque sólo fuese en sueños. Sabía que no iba a ser así, que ya no iban a volver a dejarle sola. Ya llevaba 2 caídas, y cada vez se manejaba peor, le costaba caminar, se olvidaba del cambio en las tiendas, a ratos no podía recordar el nombre de sus nietos. Sin embargo, su Manolo, su Carmelo, las calles del pueblo, la panadería, el aroma de la dama de noche de su jardín... eso no podía olvidarlo. "Demencia", había oído decir por lo bajo a sus hijas. "Vaya, que chocheo", pensó Encarnita. El doctor-chivo parece no acabar nunca de hablar. Bueno, si esto es chochear, no está tan mal. Si la próxima vez que me encuentre en la cuesta, esperando a Manolo, no me rescatan, tampoco pasa nada, ¿no? Me quedaré allí, hasta que él salga, con las manos llenas de harina y una hogaza calentita. Qué rica, con su jamoncito...
- ¡Doctor!
- Dígame, Encarna... Encarnita, ¿tiene alguna duda del tratamiento? Ya le he dicho a su hija que le compre un pastillero para que no se líe.
- No, no, yo lo que quiero saber es si podré comer jamón. Del bueno, con su aceitito, encima del pan calentito que me trae mi Manolo.
- Ay, mamá...
- Nieves, hija...
- No, mamá, no soy la Nieves, ella acaba de salir; soy María, y no puedes comer jamón ni tanto pan. Doctor, dígaselo, dígale que...
El médico, el Doctor García, mira la hoja de tratamiento de Encarnación, con sus recomendaciones de dieta a seguir y los dos antihipertensivos que debe tomar para que no se le dispare la tensión. Abre la carpeta de su historia, mira sus analíticas, sus constantes durante los días que ha estado ingresada. El TAC, la interconsulta con Psiquiatría, las revisiones de los Neurólogos. Entonces la mira a ella. A Encarnación Gálvez Maestre. A la 14-1. Mira a esa señora menudita, con escaso pelo canoso, con ojos de un azul acuoso que, si bien parecen velados por una fina capa de polvo, rezuman ilusión y buenos recuerdos. Y ve a Encarnita, esa muchacha que casi 70 años atrás esperaba a su novio a la puerta de la panadería alisándose nerviosamente los pliegues de su vestido nuevo. El Doctor García, mientras María y la enfermera discurren acerca de las bondades del puré que toca ese día, deja por un segundo de ser el doctor y pasa a ser Manuel o, simplemente ya, Manu; cierra la carpeta del historial, sonríe y se inclina para decirle: